domingo, 8 de marzo de 2015

El Juego del Silencio


Si Maria Montessori viera estos silencios notaría que lo juego bien. Me quedo en un pensamiento que no existe,  busco el no ser. Escucho a lo lejos a la ciudad seguir rápidamente el curso del progreso urbanizador ruidoso. Escucho un aguacero de frases inteligentes e interesantes por todos lados que me asfixian en realidad. En esa realidad de un mundo lleno de estridencias a las que desafiar si son injustas, en las calles, en las pantallas modernas, en las cabezas de las personas. 

Eran las 5pm,  Quito día 6 del mes 3. Otra semana se acababa mientras mi bicicleta me escampaba en la Av. Colón y 10 de agosto bajo un árbol enorme del Palacio de la Circasiana en la vereda.  A nuestro alrededor llovía una cortina gruesa de agua pero la luz necia asoleada como sabe ser en nuestra ciudad. Por un lado asomaba el Sol y por el otro las tinieblas. Mi bicicleta quería ser un Diabluma para no darle la espalda al Sol con sus dos luces de seguridad titileando nerviosas. Mientras, nos cobijaba el árbol del Palacio y me mostraba su belleza en medio del ruido de los autos y buses que pitaban desesperados, y el silencio triste y alegre, parecido al clima, que teníamos con mi bicicleta.


Prendo la radio para decepción de María, no logro quedar en silencio escuchando el caer de las gotas en la vereda pensando en la carrera, el partido, en ella.  En el fondo sabía que iba a correr, que iba a querer ganar, que iba a perder.  Se había retrasado el inicio de la carrera. Hasta dar con la dirección donde partían los silenciosos caballos de acero, escuchaba como el juvenil Naula le hacía el segundo gol a Argentina y ganábamos. Ya escampaba en un techo de un edificio donde varias personas resignadas miraban esa tarde de colores raros en el cielo, con paquetes y niños deseando subir a un auto. Parecía que el mundo se acababa como vaticinamos cuando discutimos. Parecía que el mundo comenzaba para los jugadores de la sub 17 que ganaban en suelo ajeno. 

Una serie de quiebres en mi razonamiento como .. las cosas cambian, las personas, el clima, los gustos, los miedos, hicieron que me decida a correr. Bajó la lluvia, subí el volumen,  me acerqué a la salida como si ese fuera mi destino y no podía hacer nada para evitarlo. Escuchaba la canción de Cerati que habla de alejarse de la especie para crecer. Me alejaba de mis gustos cómodos de viernes en la tarde para buscar un reto que en otras épocas habría concebido absurdo. Apenas llegué el organizador de la carrera dijo que faltaban 2 minutos para salir, gritó a todos ciclistas que el sacaría del sobre el nombre del primer lugar de los 5 que debíamos recorrer para cubrir los casi 25km de vuelta a la ciudad en medio de un tráfico demente de viernes a las 6pm con lluvia, truenos, y sol.  


Pensé en el silencio como algo sagrado ahora que sé que Montessori  lo jugaba con niños para desarrollar otros sentidos, e incluso la intuición, ese sentido que presiente. Presentí que estaba en un camino turbio que al final del fin de semana me encontraría con una calma diferente.


La carrera empezaba en medio del caos. Casi 40 de los cuales 24 llegaron al final salimos después de recibir pitazos de un BMW principalmente y un chorizo de autos que no entendían a esos ciclistas locos que no se movían hasta esperar la largada bloqueando la calle que juran les pertenece sólo a ellos.  Mientras más pitaban los autos mi angustia aumentaba, empezaba a dudar si correr la carrera de dementes sería una buena idea después de recorrer la ciudad en el día. Pero algo pasó. Levantaron las manos todos los ciclistas dándole la espalda al ruido, guardando un silencio culpable, y luego gritaron como pidiendo más y más ruido, más y más angustia de vida enlatada, como un impulso para su libre pedaleo. 

Me llené de desquicio con tres o cuatros miradas desafiantes: bicicletas sin marchas ultra livianas  urbanas, y veloces, montañeras adaptadas, ruteras clasicas ochenteras reparadas, las con canasta y parrilla para los emprendedores sociales, bicicletas para admirables mujeres Carisihinas. Me subió una emoción parecida a un pitazo inicial, me embargó el olvido de mis problemas.  Que mi nombre sea tan común en una ciudad donde la bicicleta aún no lo sea me orgulleció, recordé saber los recovecos y atajos, las caras de las señoras de los puestos de caramelos, las miradas eternas que me da esta ciudad cuando la recorro añorando los mejores años.

CAC decía la pancarta que el Barbudo sacó como si fuera Polo Baquerizo deslizando el papel de arriba a abajo hasta desesperar a todo el tráfico de la Amazonas y Wilson.  En mi vuelta del día había pedaleado cerca del Centro de Arte Contemporáneo pensé, mientras salía al final del pelotón calentando nuevamente cuádriceps, pantorrillas, con respiraciones profundas de fuego y exhalaciones renovadoras. Me desintoxicaba del odio a mi ciudad, protestando de forma divertida, en rebeldes zigzags al sistema de movilidad dictado por los precios de la gasolina y los autos, cagando en el negocio, arriesgando nuestras vidas para ejercer nuestro derecho a la calle y a la resistencia. 

Piñon tres para rebasar a unos cuantos que después de 5 cuadras entendieron que salir a toda madre no dura para siempre. Mientras recuperaban su aire yo iba de menos a más rebasando hasta que vi a los punteros que curvaban hacia la derecha en la avenida Patria. Decidí acortar camino por el parque del Ejido haciendo una diagonal que me llevo hasta la subida de la antigua escuela Espejo cerca a la calle Versalles donde vivían mis abuelos. Desde ahí trepé hasta pasar la América parado hasta doblar a la izquierda más arriba para darle con todo en la recta que lleva a la esquina de arriba del Colegio Mejía desde donde se sube al antiguo hospital militar, ahora centro de arte. Asomaron más ciclistas en esta recta y sentí el presión de la persecución, sentí el respirar de alguien que quiere lo que yo también quiero en la oreja, sentí disfrutar la competencia y como me empujaba. 

LLegando al CAC escribí mi nombre en el puesto 5 y salí motivado hacia las calles arriba de las Quesadillas de San Juan. El letrero que me mostró el encargado del segundo punto decía Parque de la Mujer. De regreso por las calles de atrás del CAC arriba de la América noté que el 6 y el 7 de la carrera me seguían así que pedalee con mi vida, con lo que me quedaba de aliento, como si dependiera de eso mi existencia, como si fuera una persecución entre un ratón y unos gatos.

Esta carrera se llama Gato de callejón pero en inglés, AlleyCat Race, y es practicada en muchos lugares del mundo por mensajeros y activistas de la bicicleta. Yo era un ratón con luces rojas y blancas en la cara y la cola, una cabeza grande como un casco en forma de champiñón, unas extremidades redondas,  un esqueleto azul de aluminio y aleaciones livianas. Los gatos eran tres que me seguían sin saber que al subir me alejaba, que no encontraría modo de pasar por la parte de arriba de la Universidad central y tendría que bajar por la calle Bolivia todo lo que trepé en vano. Pasé frente a la asociación de árbitros y las hamburguesas metaleras de la central en la Av. Bolivia y Av Universitaria raudo. Me dirigí hacia el redondel del teatro en la nueva pileta sin acordarme que en 1998 me bañe ahí en licor cuando la U fue campeón. Dejé atrás un poco más de pasado pedaleando todo norte en la Av América, trepé cerca de la Cuero y Caicedo hacia el Pichincha y luego atravesé La Granja hasta llegar al punto más alto de la carrera, a unos 3000 metros de altura, en puesto 9, cansado pero contento, y con la misión de ahora bajar hasta el Parque Bicentenario.

El descenso fue de animales salvajes. Nos olvidamos que éramos humanos y tenemos madres. Parecíamos buscar la muerte por una medalla que representa el orgullo de desafiarla. El gringo que me seguía porque no sabía donde quedaba nada andaba en su bicicleta urbana de dos marchas sonreído ante tanto irrespeto, tanta rebeldía e irresponsabilidad junta. Unos bajaron en contra vía, otros en el parter del medio. Llegando a la América doblé hacia el carril de la mitad y gané tiempo en todos los pasos deprimidos. Me deprimió pensar en ese nombre, en que existen en las ciudades como en nuestras cabezas esos bajones, así que pedalee con todo lo que me quedaba adentro, las iras, los recuerdos insistentes, las dudas, los celos, las derrotas, las emociones más bajas, las toxinas que luchaban en mi sangre con el oxigeno que respiraba como fuego, como queriendo quemar otra vez un año. 

Saliendo del intercambiador del labrador pensaba en el cansancio, en la soledad, en lo oscuro que estaba ese lugar que en otro momento a esas horas tendría gente llorando en las mallas, cuando antes era ahí el aeropuerto. Pensé en parar, pensé en porqué estaba haciendo eso y no jugando o viendo fútbol, pensé en que el mundo giraba como las manzanas de todas esas ruedas, con impulsos animales que a veces no entendemos.

Llegué a lo que antes era la salida internacional. En el lugar donde hay una plazita había otro tipo con otro sobre. Lo develó. El siguiente punto era un local llamado Green Choice, o elección verde, como esto rodar, pedalear, volar. Conocía el lugar exactamente, había comido una ensalada ahí no hace mucho. Sabía la ruta ideal en mi cabeza,  había entendido esa parte del juego donde prima la planificación paciente y no la velocidad pura. Recordaba porque conocía ese lugar mientras me acercaba estrepitosamente por la Av Amazonas y luego la Av. Shyris respirando el humo de buses y esquivaba a cientos de mensajeros en moto que salían de cobrar cheques en los bancos del sector. Pensaba en la vuelta que estamos dando a Quito, sabiendo que íbamos de regreso, que pasaríamos por esas arterias taponada que atraviesan las Naciones Unidas y el sector de los centros comerciales, el estadio Atawallpa, el hipercentro lleno de edificios, Universidades, restaurantes, cines, parques, y vecinos hartos de tanta ciudad, mi barrio.

La música de mis audífonos se apagó por falta de batería así que otra vez jugué al silencio. Las canciones me las cantaba mi subconsciente ahora, mi alterego exigía dar todo de mi, querer ganar hasta el final, enseñar lo que había aprendido de mi padre, del fútbol, el ñeque, la garra, los huevos.  Entonces quizás yo creía en los cuentos donde al final del gesto heroico habría una recompensa, una mujer que me quiera por siempre y por eso pedaleaba inconscientemente en un acto suicida de desesperación.  Me divertía. Quizás estúpidamente soñaba con eso mientras llegaba a Green Choice al pisar la baldosa mojada de la entrada y suelearme cayendo como costal de papas en mi cuadriceps contracturado, dándole drama y vértigo a la infame carrera de un puñado de bestias. Mi caída no saldrá en las revistas de deportes de moda pero la recordarán el César, dueño del local, y sus ayudantes, que recordaré grato porque uno me dio agua y la otra una sonrisa de aliento. Nervioso mojé mi cara y tomé agua por los poros mientras salía temblando al punto final, el inicial, la Wilson y Amazonas. 

Escogí volver por la Diego de Almagro, atravesar la Flacso, la Ciespal, el Circulo Militar, y pensar en ella. No quería pensar así que respire profundo, unas últimas veces más, llegando a ese cansancio adormecedor, entrando al estado de conciencia superior, ese en que uno siente todos sus músculos cuando sabe que ha ido más allá, que no ha sido un día más ni un día menos, sino un día diferente. Ese cansancio que a uno lo hace sentir bañado por estrellas percibía mientras una garúa nos recordaba guardar y valorar el silencio, escuchar a la naturaleza un poco más, un poco mejor.

Ese último baño de sudor al llegar se lo dediqué a todos los que aman la bicicleta, que son muchos pero muy pocos en mi ciudad. Los miré de cerca a los ojos, les quise ganar pero no pude. Me venció el tiempo. El ganador fue un guambra de 15 años que hace cross y bici cross como pasatiempos. Atrás de él un puñado de veinteañeros que seguro usan la bicicleta todos los días y una gringa robusta que parecía escaladora Noruega.

Séptimo escuché susurrar en la meta antes de confesarles que no me había inscrito legalmente, que corrí de espontáneo a último momento. No les importó mucho mi alegría o mis excusas por no haber pagado los 10 dólares de la carrera. Me invitaron unas cervezas. Escuchaba atento mucha música, risas, penas, premios, vidas alrededor de la bicicleta. Al regresar a la casa pedaleando en el silencio de la noche escuché más que ruidos intuyendo el final de una etapa.  Intuí sentir diferente, captar las cosas de ahora en adelante sin querer entenderlas, inspirarme al fin en alguna carishina de esas fuertes, pedalear a una plaza con música para las caderas.