domingo, 27 de noviembre de 2011

El Agua Clara








Fue una de esas decisiones de último momento, como queriendo compensar tanta duda con un gran impulso. Uno que sin pensarlo vino desde lejos muy cerca, con palabras sabias, o sus ausencias. Mi cerebelo no estaba más para cosas pequeñas. Apagué la vida virtual, cada vez más agresiva que falsa, y con ese dolor de cabeza me fui en busca de una verdadera alegría. Fui al estadio. 

Caminé pendiente abajo rumbo norte, a eso de la hora ciega, cuando el tráfico parece ebullecer, y el consuelo del peatón es ver gente alocada en lata.  Pasé por el parque caca, como dice el graffiti, que recuerda que los hermosos jardines son el baño de los perros del barrio. Llegando a la avenida me despedí de la escultura de los dos poetas que bailan, me acordé que hasta los poetas quieren bailar. El ánimo ya estaba listo para cosas importantes. Pasaba por la parte que venden flores así que sentí unas ganas de comprar impulsivamente un ramo, como en esas ocasiones en que uno vive con una lucidez extraña el momento, importante porque así se decide. Al llegar a la otra avenida el cielo ya medio oscuro estaba limpio como siempre después de una buena baldeada. Se abría la noche, el agua pasó como refresco. Lo previo a otra temporada de festejos ansiosos que aun no nos terminamos de explicar, de apuros de fin de año que acechan. Calma, iba al estadio.

Los letreros no explicaban mucho, pregunté con acento local a unos acentos visitantes, no respondieron lo que yo debería saber. El instinto me hizo seguir cuesta abajo, hasta que dí con el famoso bus de veinticinco centavos. La cola para entrar era parecida a todas esas que la vida moderna nos ha enseñado a aguantar, larga, con gente impaciente, cansada, con tiempo ajustado. Era tan larga que la gran unidad verde se llenó enseguida y los que estábamos lejos de la entrada veíamos con pena como quedábamos fuera. De pronto, una viveza criolla salvadora me envolvió una vez mas. El grupo de los que no nos importa ir como sardinas rompía la fila y se embutía en la parte de las gradas del acceso al bus. Llegué ya sudado con un trote vergonzoso que terminó con el sentir de las puertas de vidrio cerrándose aplastando mi espalda, dejándome frente a unos setenta pasajeros que andaban apretados en su propio cuento.  

Agua Clara se llama el bus que lleva al estadio desde mi casa,  un recorrido de una hora en tráfico,  para llegar a unos mil metros de la entrada a general norte. Mil metros que trotando se sumaron a los otros cien de escaleras que trepé atrasado, allá arriba bajo al marcador gigante, por la gigantografía de las copas ganadas por mi equipo, junto a los amigos, con el orgullo de estar presentes en una semifinal por tercer año consecutivo.